EL PAPEL DE RUSIA EN EL CONFLICTO DE UCRANIA: ¿LA GUERRA HÍBRIDA DE LAS GRANDES POTENCIAS?
Resumen: El conflicto de Ucrania dista mucho de ser una guerra convencional, pero tampoco se limita a ser una guerra de guerrillas a la vieja usanza. Este artículo explora la posibilidad de que se trate de una guerra híbrida. Para ello se tienen en cuenta tanto criterios conceptuales, como el contexto del conflicto o los medios que Rusia pone a disposición de la causa de los rebeldes. La novedad reside en que en este caso el Estado (relativamente) más fuerte de los contendientes es el que emplea la guerra híbrida, logrando con ello frustrar las expectativas iniciales del gobierno de Kiev.
Palabras clave: Guerra híbrida, Rusia, conflicto armado.
Title: The Russia’s Role in the conflict of Ukraine: The hybrid warfare of the great powers?
Abstract: The conflict in Ukraine is far to be a conventional war, but it neither is a guerrilla war in the old way. This article explores the possibility that it´s being a hybrid warfare. To do this I take into account both conceptual criteria and the context of the conflict or the media that Russia offers to support the rebels. The novelty is that in this case is the State (relatively) stronger who is employing hybrid warfare, thus managing to frustrate the initial expectations of the government of Kiev.
Keywords: Hybrid Warfare, Russia, armed conflict.
Para citar este artículo/To cite this article: Josep Baqués, “El papel de Rusia en el conflicto de Ucrania: ¿La guerra híbrida de las grandes potencias”, Revista de Estudios en Seguridad Internacional, Vol. 1, No. 1 (2015), pp. 41-60. DOI: http://dx.doi.org/10.18847/1.1.3
“An increasingly unpredictable Russia is engaging in a "hybrid war" with Europe, seeking to destabilize states from within, and is more dangerous now than during the days of the USSR” (A.F. Rasmussen) 15-4-2015.
Viejas y nuevas formas de hacer la guerra
La literatura generada en los últimos veinticinco años en lo que se refiere a la conceptualización de la guerra es muy amplia. Uno de los debates más característicos ha sido el que ha tenido como epicentro la aplicación –o no- del concepto “revolución” a los cambios producidos en el modo de hacer la guerra. Aunque el debate es reciente, no lo sería su objeto de análisis. Es decir, revoluciones militares las habría habido siempre, desde que hay guerras, de modo que este concepto viene a incidir sobre aquellas novedades –aquellos puntos de inflexión– que han propiciado una ventaja comparativa de una importancia tal que ha sido suficiente para decantar la victoria final en beneficio de alguno de los contendientes.
Existe cierto consenso en la idea de que no estamos ante revoluciones por el mero hecho de que esos cambios de paradigma sean muy rápidos. Más bien, lo relevante es que sean profundos, aunque la maduración de cada revolución militar pueda ser cosa de bastantes años e incluso de algunas décadas (Colom 2008: 46). De ahí que no sea fácil establecer un cronograma, a no ser que se tomen como referentes las fechas en las que ya se implementan esas novedades en algún o algunos conflictos concretos. Pero, si somos coherentes, nos daremos cuenta que algo similar ha sucedido en el ámbito –más conocido– de las revoluciones sociales o políticas (¿acaso la Revolución francesa, o la bolchevique, no fueron larvándose durante décadas antes de sus respectivos estallidos, en 1789 y 1917?).
Aunque este estudio versa sobre las guerras híbridas o hybrid warfare (en adelante, HW), y lo hace, además, proponiendo el análisis de un escenario concreto (el vigente conflicto de Ucrania), conviene tener en cuenta –siquiera sea de modo sumario– el marco teórico fundamental de las revoluciones militares, a fin de mejor comprender el impacto real de esta nueva forma de conflicto –de esa “hibridación”– que parece tan extendida en estos primeros años del siglo XXI. De ahí que, para empezar, sea útil mencionar algunos de los aspectos fundamentales de este debate.
En realidad, ni siquiera existe una única definición de revolución militar. Todo depende del plano sobre el que se desee operar (o al que se conceda más importancia). Por ejemplo, la conceptualización más sencilla y más fácil de visualizar es la revolución tecnológica militar (RTM, en adelante). De acuerdo con esta idea, los elementos causantes de las ventajas comparativas a las que antes hacía alusión serían novedades en el terreno del armamento o bien de otras tecnologías directamente vinculadas a su uso[1]. A su vez, algunas innovaciones han sido consideradas como revolucionarias aunque en realidad se trata de mejoras (eso sí, sustanciales) derivadas de armas ya existentes. En todo caso, su consideración como “revolucionaria” deriva de la superioridad alcanzada gracias a su empleo[2]. El principal teórico de la RTM fue el mariscal ruso (soviético) Ogarkov, preocupado por la brecha tecnológica que los Estados Unidos estaban abriendo con la URSS en los años 80 del siglo XX (Roxborough, 2002: 69), brecha que él consideraba decisiva, además de muy difícil de cerrar.
Sin embargo, pronto aparece la sensación de que si bien las RTM contienen una parte de las razones del éxito en alguna guerra, en realidad no lo explican todo. En ocasiones, la ventaja decisiva puede no ser tecnológica. Por ello, algunos analistas popularizaron en los años 90 del siglo XX el concepto de la Revolución en los Asuntos Militares o Revolution in Military Affairs (RMA, en adelante). La novedad reside en que se enfatizan los aspectos orgánicos y, sobre todo, doctrinales como principal causa de la ventaja comparativa (y decisiva, en los términos vistos) alcanzada frente a los antagonistas (Marshall, 1993: 1). Lo cual no significa que no se requiera también de algunas mejoras tecnológicas para sacarle todo el provecho[3].
Finalmente, algunos autores han puesto de relieve que si las guerras son fenómenos políticos (lo cual parece razonable como premisa) no podemos observarlas como si se tratara de meros “juegos virtuales” ni entenderlas como “partidas de ajedrez”, desvinculándolas en ambos casos de su contexto (Rogers, 2000: 32; Konx y Murray, 2001: 7). Por ello, en un tercer nivel de análisis aparece la noción de Military Revolution (MR) que algunos hemos conceptualizado –para evitar ulteriores confusiones– como Revoluciones Socio-Militares (RSM, en adelante). En este caso, el énfasis se aleja tanto de lo tecnológico que este aspecto puede llegar a ser periférico (casi siempre) o hasta irrelevante (a veces) para su definición (Baqués, 2013: 124-125; Jordán y Baqués, 2014: 59 y ss).
En cambio, adquieren peso (como elemento causal) las exposiciones que atienden a cambios (en sí mismos potencialmente revolucionarios) en las instituciones políticas, en las ideologías, en la economía o en la demografía. El ejemplo con el que suelo trabajar es la confluencia –a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX– de una revolución política (la consolidación del Estado moderno)[4], una revolución ideológica (el auge del nacionalismo)[5], otra de corte económico (la revolución industrial)[6] y una última de tipo demográfico (la consolidación de la revolución demográfica)[7] que, aunadas, permitieron (o hasta estimularon) el tránsito de las viejas guerras limitadas a la época de la guerra “absoluta” (Clausewitz, 1999)[8]. A su vez, la derivada principal de esta mixtura fue la generalización del servicio militar obligatorio que, en sí, puede ser tomado como una RMA (cambio orgánico y doctrinal, con poco énfasis en lo tecnológico aunque –una vez más– no sea incompatible con ello).
De esta manera, a la postre, las RSM serían el marco en el cual se despliegan posteriormente las RMA y las RTM. Emplear uno de esos conceptos no supone necesariamente anular a los demás, porque todos estos enfoques se complementan. Sin embargo, la decisión acerca de en cuál de los niveles se mueven los cambios realmente decisivos no es neutra desde el punto de vista analítico…ni práctico. Como hipótesis de trabajo cabe tener en cuenta la posibilidad de que las HW de nuestros días sean una tentativa de hacer la guerra de un modo diferente (luego habrá que discutir lo que eso tiene de revolucionario, o no) en función de una serie de cambios profundos que afectan a la RSM vigente desde los tiempos de Napoleón (y Clausewitz) hasta… casi nuestros días.
El debate en torno a las guerras híbridas
Si el debate en torno a las revoluciones en el ámbito de la guerra es reciente, el que concierne a las guerras llamadas “híbridas” nos acompaña, básicamente, en lo que llevamos de siglo XXI. Sus orígenes son modestos, pero pronto adquirió una resonancia inusitada en círculos de expertos, civiles y militares. La razón de ello estriba en la dificultad de la principal potencia militar mundial (los Estados Unidos) para derrotar a fuerzas insurgentes y warlords en Estados fallidos (Afganistán e Irak). A lo cual se sumó la de Israel para hacer lo propio con Hizbollah en el conflicto del verano de 2006. Dicho con otras palabras, no se trata de un debate meramente académico, ni tampoco de una disquisición teórica separada de la realidad. Al revés, el origen de este nuevo debate reside en la necesidad de adaptación a escenarios que ya no responden a los estándares de las guerras clásicas o convencionales. La sorpresa, a su vez, radica en que algunos de los Estados más avanzados en términos de RTM o RMA han sido incapaces de “ganar guerras” frente a enemigos manifiestamente inferiores.
Si ese es el contexto, las principales conclusiones derivadas de estos tres lustros de literatura especializada abrazan la idea de que los ejércitos regulares de los Estados están teniendo dificultades para gestionar conflictos armados en los que sus contendientes son (en principio) fuerzas irregulares. Pero esto es así porque dichas fuerzas han sabido adaptarse al conflicto asumiendo y explotando una serie de novedades entre las cuales cabe citar –de modo sumario y no exhaustivo– las siguientes:
En primer lugar, a nivel armamentístico, se trata de fuerzas irregulares, formadas por voluntarios (hasta aquí, nada nuevo), que logran hacerse con un arsenal más propio de ejércitos convencionales, lo cual incluye tecnologías de última generación y armas pesadas (ésa sería la novedad). Normalmente, esto es así porque obtienen ayudas de Estados que sí las poseen. Pero en otras ocasiones se produce, simplemente, la captura de medios de los Estados a los cuales o en los cuales combaten. De esta manera, las diferencias entre ambas formas de guerra (convencional e irregular) se difuminan. Tanto es así que este fenómeno (blurring, en inglés) es tomado por algunos de los principales expertos en la materia (v. gr. Gray, 2005; Hoffman, 2009)[9] como uno de los principales signos distintivos de las guerras híbridas.
En segundo lugar, los grupos insurgentes hacen un amplio uso de las tecnologías de la información y de la comunicación. Ello incluye desde los mass-media (si acceden a su control) hasta las redes sociales. Internet cobra una especial relevancia (YouTube como parte de su campaña de marketing, sin ir más lejos). Eso es debido a la convicción acerca de que el objetivo último de las guerras no son los caminos, canales y puentes, ni los puertos, ni los aeropuertos, ni las fábricas, sino los “corazones y las mentes” de la gente para que abrace su proyecto político. Algo que desde hace tiempo forma parte del discurso más ortodoxo en las guerras contrainsurgencia. Lo cual es válido, a su vez, para los dos bandos en litigio (es decir, ora sea para reforzar el discurso propio, ora sea para desarticular el ajeno o incluso para desmoralizar al rival). En el fondo, se trata de una guerra psicológica (Bond, 2007: 3), aunque con ramificaciones de tipo ideológico.
Las HW son guerras esencialmente urbanas. Es relevante, porque eso las distingue de las viejas guerras de guerrillas (pensemos en Malasia o Vietnam) que se libraban, fundamentalmente, en la selva. El contacto con la población civil contiene lógicos inconvenientes, en términos de bajas colaterales, afectación de infraestructuras básicas (energía, transporte) de modo que, en general, incorpora una enorme dificultad para atacar objetivos militares sin dañar a personas y bienes protegidos (Hoffman, 2007: 15). Claro que, de nuevo, nada de eso es casual. Uno de los contendientes (el promotor de las HW) desea generar confusión (o hasta desesperación) entre la población del Estado en cuestión, de modo que pueda derrotar a dicho Estado no tanto debido a una siempre difícil victoria militar, sino por medio del desencanto de los implicados. Por ello, prolongar indefinidamente una guerra de este tipo suele jugar a favor de quien ha optado por este modo de alcanzar sus objetivos (Smith, 2007: 8).
En muchos casos se ha observado que los combatientes de una HW suelen trabajar de consuno con grupos terroristas e incluso con grupos de delincuencia organizada que ni siquiera sostienen un proyecto ideológicamente fundamentado[10]. Algo facilitado por el hecho de que los Estados en los que actúan pueden terminar convertidos en Estados fallidos. La relación entre cualquiera de esos Estados y la proliferación de amenazas a la estabilidad del tipo de las indicadas es directamente proporcional, por motivos que no exigen mayor explicación. Aunque en otros casos sea más complicado demostrar la relación entre todos esos actores armados no-estatales sobre el terreno, un aspecto que comparten con ellos es que las fuerzas que practican la HW suelen menospreciar de modo interesado la legalidad y en particular, aquellos criterios más elementales de DIH y/o de ius in bello y tienden aponer en práctica lo que algunos han denominado como unrestricted operational art (Fleming, 2011: 1-2).
En términos de proponer una exposición más detallada de las guerras de nueva generación, podemos añadir que existe una discusión, más afinada en clave militar, acerca del nivel de integración de los diferentes actores participantes en estas guerras. Tiene que ver con si la convergencia alcanzada en el nivel operacional es debida a consideraciones de tipo puramente funcional (lo cual denota una menor intencionalidad de partida) o bien si forman parte de una coordinación explícitamente pergeñada para ello. De hecho, esto nos permitiría distinguir entre Compound Wars (CW, en adelante)[11]y las HW. De todos modos, a este nivel de análisis no es necesario entrar a fondo en estas distinciones.
Sea como fuere, el modo de entender la guerra aquí expuesto de modo sumario no es aleatorio, ni es fruto de la improvisación. Más allá de ello, las HW muestran que los antagonistas de los principales Estados occidentales han tomado buena nota de una serie de cambios políticos, ideológicos, económicos y demográficos característicos de estas últimas décadas, en función de los cuales detectan nuevos puntos débiles que se aprestan a explotar. Dicho de otra manera, pero manejando el argot de nuestro marco teórico básico, han detectado que estamos ante una nueva RSM cuyo rasgo principal es, precisamente, el desmantelamiento de los principales hitos de la vieja RSM[12].
El caso de Ucrania
No vamos a dedicar muchas líneas a este punto del análisis. Podría no ser ni siquiera un apartado específico. Pero en este caso tiene entidad propia, a modo de epígrafe, porque la HW vigente en Ucrania plantea una novedad que no sólo no puede obviarse sino que, además, merece ser convenientemente destacada. Se trata del hecho que el actor que libra una guerra de este tipo es, a priori, el más poderoso de los dos contendientes. Mientras que el Estado que se encuentra en la tesitura de tener que enfrentar esta complejidad es, por comparación, la parte más débil del conflicto.
Eso no significa que Ucrania sea un Estado menospreciable en términos de defensa nacional. En realidad, los datos disponibles apuntan a que Ucrania, en 2013, sostenía un gasto en defensa de 42.666 millones de grivnas (unos 1850 millones de euros) (SIPRI, 2013) aplicando a ello cerca de 3% de su PIB (algo más en 2014) (SIPRI, 2014). Lo cual sitúa a este Estado alrededor del puesto 40º del ranking mundial. Pero lo que más destaca es su capacidad en términos de industria de la defensa. Un argumento es revelador. De acuerdo con los datos de SIPRI, Ucrania fue nada menos que el 4º Estado que más armas convencionales exportó en el año 2012, uno antes del inicio de la crisis (sólo por detrás de los Estados Unidos, Rusia y China), mientras que la lista de sus clientes suma hasta… ¡78 Estados! Es igualmente relevante el hecho de que sea el 8º en esa misma clasificación, si tomamos como referencia un período más largo de tiempo (2009-2013). Sin embargo, no es menos cierto que las fuerzas sublevadas contra el gobierno de Kiev reciben el apoyo (en los términos que veremos) de una de las principales potencias militares del planeta, que posee el tercer presupuesto de defensa a nivel de ranking mundial, tras los Estados Unidos y China (aunque seguido de cerca por el Reino Unido y Francia) y el 2º en cuanto a exportaciones de armas convencionales sólo superado (por poco) por los Estados Unidos.
A pesar de alguna que otra bravuconada de Putin –que llegó a comentar que, si se lo propusiera, sus tropas podrían tomar Kiev en apenas dos semanas[13]– no parece que Ucrania fuese un rival fácil de derrotar en una guerra convencional, que además se libra en suelo ucraniano. Lo que ha sucedido es que ante las dificultades para librar esa guerra convencional–también, y quizá principalmente, por razones geopolíticas y diplomáticas de mucho peso– Rusia habría optado por implementar (o, al menos, por apoyar y hasta por estimular) una HW en suelo ucraniano. Podría aducirse que algo similar ocurrió con el apoyo de los Estados Unidos a los yihadistas afganos en la guerra contra la URSS. Pero las diferencias siguen siendo notables: Rusia tiene frontera común con Ucrania, parte de la población ucraniana es abierta y sinceramente pro-rusa, cuando no étnicamente rusa (no se trata de un mero pacto de conveniencia entre actores que son difícilmente conciliables por motivos de fondo, como luego se ha demostrado en suelo afgano) mientras que las fuerzas armadas convencionales del Estado en cuestión (Ucrania) están sometidas a un tipo de guerra de desgaste contra la cual no están bien pertrechadas, al no disponer de los medios de última generación propios de las grandes potencias de cada momento. Por todo ello, Rusia se halla especialmente bien posicionada para exprimir este tipo de guerra aquende sus fronteras.
Lo que en estas líneas se plantea, en definitiva, es que si en muchas ocasiones la guerra híbrida (o sus precursores, o sus sucedáneos menos evolucionados en forma de guerra de guerrillas) ha sido suficiente para que la parte más débil (David) derrotara a la parte más fuerte (Goliat)… ¿qué puede suceder cuándo, además, es Goliat el que ha aprendido a emplear los métodos de David?
Contextualización del conflicto
No es objeto de este artículo entrar en el detalle de las explicaciones de la intervención rusa en Ucrania aunque, como sucede en tantos otros casos, puede afirmarse que se combinan criterios de política exterior o hasta geopolíticos más o menos clásicos –que por ello tienen su propio recorrido– con circunstancias de política interior.
Entre los primeros criterios, el temor a perder el control –aunque sólo fuese indirecto– del último bastión frente al avance (aunque pacífico…. avance en definitiva) de la OTAN y la UE en dirección a Moscú hasta el punto de hacer coincidir ambas fronteras[14]. La última ofensiva auspiciada por la OTAN, a partir de 2008, en relación con una hipotética integración de Georgia y Ucrania habría dado pie a un cambio de postura de Rusia que, hasta entonces, trató de mantener buenas relaciones con los Estados Unidos y la UE (Trenin, 2009: 142-143)[15]. Aun así, conviene distinguir la ocupación de Crimea[16], ya que se trata de una importante base desde la que se puede acceder al mar Negro y al Mediterráneo, de lo que está aconteciendo en las provincias del este de Ucrania. En este último caso, algunos expertos han sugerido que la postura de Moscú es tan precaria que ni siquiera habría aspirado a una anexión de dichos territorios[17] sino, simplemente, a retroalimentar el conflicto con la mirada puesta en provocar un cambio de gobierno en Kiev. La palabra clave acaba siendo, pues, “desestabilizar” (Calvo Albero, 2014) para, de ese modo conseguir –al menos– que Ucrania guarde cierta equidistancia entre “Occidente” y Rusia.
Entre los criterios internos, existen fenómenos muy consolidados y otros más circunstanciales, pero relevantes. Entre los primeros cabe citar el hecho, no por discutible menos evidente, de que buena parte de la opinión pública rusa y de sus elites políticas (y mediáticas) consideran que Ucrania, por razones históricas, no es exactamente un Estado “extranjero” (Trenin, 2009: 147). En efecto, el Rus de Kiev (año 882 de la era cristiana) suele ser considerado como el embrión de la actual Rusia. Por otro lado, muchas de las adiciones al núcleo original de ere territorio hasta formar las fronteras de la actual Ucrania han sido muy recientes (incluyendo la etapa de la URSS) y en algunos casos difíciles de justificar. Por todo ello, “en el imaginario del nacionalismo ruso prevalece la idea de que los ucranianos son, en última instancia, rusos, y la condición de Estado independiente de Ucrania un mero accidente histórico y uno más de los errores geopolíticos resultantes del período soviético” (De Pedro, 2014). A todo ello habría que añadir, por supuesto, el problema planteado por la “emancipación” de Ucrania a la Unión Euroasiática in fieri. Pero, a ojos del imaginario colectivo ruso, ni siquiera es necesario llegar a ese punto.
Entre los factores coyunturales, la oportunidad de distraer a esa misma opinión pública mediante la identificación de un “federador (enemigo) externo (común)”, en unos momentos en los que la crisis económica arrecia (a la cual, en su caso específico, contribuyen los bajos precios del petróleo) de modo que este conflicto y la postura hostil hacia Rusia manifestada por la mayor parte de los gobiernos occidentales pueden ser empleados, paradójicamente, como un elemento de cohesión interna. Algunos expertos recuerdan que el control de los mass-media rusos por parte del gobierno y el hecho de que buena parte de la ciudadanía no haya tenido tiempo de acercarse a los estándares de bienestar occidentales contribuyen a que esta opción sea plausible, a pesar de que suponga cierta erosión[18]. Pero no provoca un desgaste excesivo para Putin (Arteaga, 2015)[19]. Es más, parece que refuerza su popularidad (Ruiz González, 2014: 36), porque el conflicto de Ucrania potencia su imagen de líder contundente que trata de recuperar la dignidad del viejo imperio ruso contra viento y marea.
El papel de Rusia
La toma de decisiones acerca de cómo afrontar un conflicto como el de Ucrania queda supeditado a un análisis politológico que tenga en consideración la composición de las sociedades afectadas así como la opinión pública. En el caso que nos ocupa, se puede afirmar que Ucrania está fracturada, con el centro y el oeste del país mayoritariamente pro-occidental y partidario de la revuelta de la plaza Maidán y el Este más bien pro-ruso. Esto es importante, asimismo, para la decisión de apoyar (o no) una hipotética guerra híbrida. Porque para que este tipo de apuesta tenga visos de éxito, es preciso contar con la complicidad de la población civil.
Los datos dan a entender que los promotores de la revuelta de Maidán se lanzaron al vacío. Por una parte, incluso si tomamos datos agregados del conjunto de Ucrania, sus apoyos no eran tan evidentes como podría parecer en primera instancia: el 48% de los ucranianos se declaraba a favor y el 46% en contra de ese proceso. Pero, por otro lado, atendiendo a la fractura territorial antedicha, la situación les era claramente desfavorable en los territorios menos afines: mientras el 80% de la población del Oeste lo apoyaba, ese porcentaje no superaba en ningún caso el 30% en el Sur y el Este del país, mientras que normalmente rondaba, a lo sumo, el 20% (Ruíz Ramas, 2014). De hecho, existen imágenes que muestran cómo en las primeras fases del conflicto algunos blindados ucranianos fueron frenados en su avance hacia el Este por oleadas de… mujeres y ancianos desarmados (Ruiz González, 2014: 23). Aunque, como suele suceder en estos casos, los actos pacíficos y hasta pacifistas de un bando suelen combinarse con otros de corte marcial protagonizados por otros miembros del mismo bando. En este caso, mediante la forja de las autodefinidas como “Fuerzas Armadas de la Nueva Rusia” (oficialmente constituidas en septiembre de 2014, pero con embriones operativos desde casi el primer momento).
Se trata de lo que podríamos definir como el primer pilar de esa HW. Sus unidades comenzaron su andadura constituyendo pequeños enjambres de combatientes dotados de un armamento de fortuna, normalmente capturado a fuerzas de seguridad y militares ucranianos que se caracterizaba por ser (demasiado) ligero y (demasiado) heterogéneo. Pronto se sumaron a título individual algunos combatientes pro-rusos procedentes del otro lado de la frontera, incluyendo cosacos y chechenos[20]. Ni que decir tiene que se trata de milicias fuertemente adaptadas a la lógica inherente a una guerra híbrida. Pero, más allá de su eficacia militar, estas unidades mostraron la voluntad de resistirse a la revuelta de Maidán, incluso asumiendo fuertes costes personales. Algo que Rusia no podía obviar.
El escenario de crispación contra el gobierno de Kiev que se vivía en zonas como Odessa, Donetsk o Lugansk (dejando ya de lado el caso de Crimea, donde los pro-rusos eran abrumadoramente mayoritarios) era, pues, favorable para que Rusia tomara cartas en el asunto. Y para que lo hiciera apostando por desgastar al poder de Kiev. Si Putin simplemente se hubiera lavado las manos, a lo sumo podríamos hablar de que en el Sur y el Este de Ucrania se iba a desarrollar una guerra de guerrillas de mayor o menor intensidad. Quizá a día de hoy esa guerra habría terminado.
Las medidas adoptadas por Rusia fueron varias y variadas. Moscú posicionó varias decenas de miles de militares en la frontera con Ucrania (se habla de al menos 50.000 efectivos dotados de carros de combate, otros medios pesados así como abundante artillería). Asimismo, desde entonces han sido bastantes los incidentes causados por aviones militares y submarinos rusos que entran en los espacios de soberanía de los Estados vecinos[21]. Sin embargo, el peso de las operaciones lo han llevado a cabo comandos de operaciones especiales, normalmente constituidos a modo de enjambres de “voluntarios”, formalmente desvinculados del gobierno de Moscú, pero operando a instancias de sus directrices[22]. Todo ello sazonado con la presencia de miembros de los servicios de inteligencia del Kremlin. Es decir, a la vieja usanza de las operaciones encubiertas. Algunos expertos constatan incluso que tanto las fuerzas armadas ucranianas como sus propios servicios de inteligencia estarían siendo penetrados con gran eficacia por el espionaje moscovita (Davis 2015), hasta el punto de generar graves ineficiencias en la respuesta militar de Kiev al órdago planteado en las zonas rebeldes.
En su apoyo, esas fuerzas paramilitares han contado con abundante armamento y una logística muy superior a lo que es frecuente entre milicianos o guerrilleros. Armamento y apoyos llegados, claro está, desde el lado ruso de la frontera común, con cuya contribución han logrado mantener a raya a las tropas ucranianas. Ésa es, precisamente, una de las principales características de la HW: la combinación de fuerzas irregulares y armamento propio de ejércitos regulares. El ejemplo más emblemático de ese potencial ha sido la presencia de misiles SAM de medio alcance SA-11 en las provincias rebeldes[23]. Sistemas probablemente servidos por personal ruso, ya que se trata de un material con el que no suelen contar las fuerzas insurgentes en las típicas guerras de guerrillas, debido tanto a su porte como a la complejidad de su mantenimiento y manejo[24].
Pero esos misiles son sólo la punta del iceberg. En realidad, algunos estudios recientes (febrero de 2015) apuntan datos que demostrarían que el potencial militar de los “rebeldes” es más propio de un pequeño ejército regular que de un grupo de insurgentes. Lo cual integra desde carros de combate, vehículos de combate de infantería (VCIs) y transporte oruga acorazados (TOAs), hasta artillería pesada y lanzacohetes (MRLS) de largo alcance, pasando por una amplia gama de misiles anticarro y, como ya se ha dicho, antiaéreos. A su vez, los “rebeldes” han hecho un amplio uso de tecnologías de EW (guerra electrónica) con los que han logrado distorsionar las señales de algunos UAVs hasta el punto de forzar su destrucción en vuelo (Johnson, 2015). En cambio, las fuerzas armadas ucranianas –teóricamente, por el hecho de tratarse de fuerzas regulares, mejor pertrechadas que las milicias separatistas y las milicias pro-rusas– siguen careciendo de suficiente capacidad antitanque, o de medios C4ISTAR de última generación.
Hemos visto que otra característica de la HW es su carácter eminentemente urbano. En este caso, los rebeldes separatistas y los propios voluntarios rusos suelen ubicar sus principales capacidades en las cercanías de hospitales, colegios, guarderías o bloques de apartamentos habitados por civiles, debido a lo cual las fuerzas ucranianas se hallan ante un dilema de difícil solución: destruir las posiciones rebeldes incrementando exponencialmente las bajas civiles de ucranianos o permitir que esos territorios consoliden su independencia de facto. Es evidente que unos daños colaterales excesivos podrían pasar una factura demasiado onerosa para el gobierno de Kiev en términos de legitimación de su causa ante la opinión pública, tanto nacional como internacional[25].
Por el momento, y pese al típico baile de cifras de los conflictos en curso, ya se puede constatar que el número de víctimas ascendía en diciembre de 2014, de acuerdo con los cálculos más optimistas, a más de 4.300 personas, a las que deben sumarse no menos de 500.000 desplazados (SIPRI, 2015: 4). Lo relevante es que la mayoría de los unos y de los otros son ucranianos de las regiones del Sur y del Este. Por su parte, fuentes de la ONU señalan que en septiembre de 2014 ya se contabilizaban 3.517 muertos y 8.198 heridos (ONU, 2014: 3). De entre los primeros aproximadamente un millar eran miembros de las FFAA ucranianas mientras que más de 2.000 eran habitantes de las provincias separatistas, la mayoría de ellos civiles. Se puede inferir que las cifras de heridos guardan la misma proporción. Lo relevante, a nuestros efectos, es que en ese mismo informe el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los derechos humanos denunciaba lo siguiente:
“it appears that the majority of civilian victims were killed due to indiscriminate shelling in residential areas and the use of heavy weaponry. There were continued reports of armed groups positioning, and intermingling, within urban communities, endangering civilians. Some of the reported cases of indiscriminate shelling in residential areas can be attributed to the Ukrainian armed forces” (ONU, 2014: 3).
Como puede apreciarse, desde Naciones Unidas se ha tomado buena nota de las servidumbres impuestas por ese carácter urbano de los combates. A su vez, el número de desplazados es muy elevado según los datos que maneja la ONU: ascenderían a unos 800.000, de los cuales hasta 260.000 habrían solicitado formalmente el estatus de refugiado en Rusia. También en este aspecto, la HW acaba siendo una guerra asimétrica (disimetría concerniente al mayor o menor respeto del DIP). Todo ello pone en un brete al gobierno ucraniano, retroalimenta el discurso de Putin conforme al cual el apoyo ruso a las zonas rebeldes se basa en su derecho-deber de proteger a la población rusa o filo-rusa que se halla desamparada ante las arbitrariedades de su propio Estado y genera un mar de dudas acerca de la habilidad de Kiev para generar consensos elementales entre sus propios ciudadanos.
Otro elemento clave de las guerras híbridas es la implementación de campañas de propaganda, información y desinformación a gran escala, en el contexto de una estrategia de pugna por la legitimidad que constituye, en sí misma, uno de los “centros de gravedad” del conflicto (incluso en el sentido estricto de Clausewitz). En el supuesto que nos ocupa, la campaña orquestada desde Moscú posee diversos tentáculos. Integra un creciente empleo de ciberataques[26], a partir del despliegue de los sistemas de alta movilidad R-330Zh Zhitel (sobre camiones Uran y sus remolques) una de cuyas principales funciones es la de interferir los sistemas de comunicaciones enemigos (tanto de satélites como de terminales) o los Krasukha-4 EW, también sobre vehículos de ruedas, esta vez más pesados, cuya principal labor es la interferencia de drones enemigos, pero también son muy eficaces contra las señales de radar emitidas por aeronaves tripuladas enemigas, e incluso contra direcciones de tiro radáricas.
Que los milicianos cuenten o no con un plus de tal calidad en beneficio de sus fuerzas es, además de un lujo para unidades de su tipo, un argumento decisivo para continuar la guerra. Sus efectos han sido de lo más variado: los equipos de telefonía y radio empleados por las fuerzas armadas ucranianas en el campo de batalla presentan problemas constantes; los celulares de los diputados del Parlamento ucraniano dejan de funcionar aleatoriamente; los modestos equipos de guerra electrónica en poder de Ucrania apenas cosechan éxito alguno (Rawnsley, 2015). En el caso de la intervención en Crimea, sin ir más lejos, los rusos llegaron a emplear sistemas de guerra electrónica embarcados en sus buques de guerra para entorpecer las comunicaciones locales y lograron bloquear cuando les convino varias webs consideradas como peligrosas para su causa (Coyle, 2015). Pues bien, todas estas consideraciones también muestran de modo palmario el carácter híbrido de este conflicto.
En la misma lógica de gestionar la información y evitar que los demás hagan lo propio, se conoce la existencia de grupos de hackers organizados pro-rusos, como CyberBerkut (Arteaga 2015). Se trata de un colectivo que, en lo que a su discurso se refiere se proclama, ante todo, antifascista[27],mientras que sus actividades se dirigen, sobre todo, a la contaminación de webs corporativas y de correos electrónicos, empleando para ello malware. En otro orden de cosas, pero con idéntico objetivo final, el Kremlin está haciendo un amplio uso de las redes sociales, especialmente de VKontakte, con más de 200 millones de usuarios, entre los cuales se hallan excombatientes pro-rusos que cuentan sus experiencias en el Donbass (Thiele, 2015: 6-7) con fines proselitistas. Pero la batalla en las redes sociales tiene como vanguardia a un nutrido grupo de trolls profesionales organizados en torno a la Internet Research Agency, en San Petersburgo, que actúan sistemáticamente a las órdenes del gobierno, creando de 150 a 200 comentarios por persona (cada 12 horas) con los cuales se inundan las redes de contenidos favorables a los intereses del Kremlin. Además, en ocasiones, se han lanzado falsas noticias de catástrofes y/o atentados terroristas a través de Facebook o de YouTube que les han permitido medir su propia capacidad para generar el caos entre población y autoridades de los Estados Unidos (Chen, 2015).
Se trata, en definitiva, del tipo de cosas que son inimaginables en viejas guerras de guerrillas, por obvias cuestiones cronológicas pero, más allá de ello –no nos engañemos– se trata de que una potencia de las dimensiones de Rusia ha puesto lo mejor de su arsenal a disposición de los separatistas del Sur y el Este de Ucrania. En efecto, en última instancia, los hackers rusos y los ucranianos fieles al gobierno de Kiev son de la “misma escuela” (Tsipis 2014). Sin embargo, los medios puestos a su disposición son muy dispares.
Más allá de ello, también se están empleando medios convencionales. Sobre todo medios de comunicación clásicos, especialmente a través de la agencia Rusia Today (RT), financiada por el Estado y especialmente pensada para incidir en el exterior. El objetivo final es influir en la opinión pública occidental. Aunque no siempre directamente. Por el contrario, esa influencia también se plantea a través de la mediación de diversos partidos políticos europeos, en una horquilla que es muy amplia desde un punto de vista ideológico (los hay tanto de extrema izquierda como de extrema derecha). Ni que decir tiene que Syriza, con Tsipras a la cabeza, constituye un botón de muestra significativo, si bien los motivos del acercamiento de Grecia a Rusia son muy complejos e incluyen tanto elementos de largo recorrido como otros de carácter circunstancial[28]. Partidos abiertamente pro-rusos también se encuentran en Francia, Bulgaria o Hungría[29], entre otros.
En este sentido, a Rusia ya le va bien que el conflicto se perpetúe en el tiempo (De Pedro 2014), ya que de ese modo puede acusar al gobierno de Kiev del sufrimiento causado a los habitantes de las provincias rebeldes… otro clásico de las guerras híbridas. Los demás medios de presión han sido de tipo económico[30], fundamentalmente. Rusia ha adoptado tres decisiones fundamentales en esta dirección: limitar las exportaciones ucranianas, reducir la subvención al gas proveniente de su territorio y exigir el pago por adelantado de dicha fuente de energía. Un hipotético corte del suministro a Ucrania sería difícil de resolver: Ucrania sólo podría reabastecerse con envíos procedentes de los Estados de la UE… que en sí mismos dependen en un alto grado del gas ruso. E incluso eso debería hacerse al margen de los gasoductos hoy existentes (que no operan en dirección Oeste-Este).
Con estas medidas Rusia debilita las infraestructuras ucranianas (también en la zona controlada por el gobierno de Kiev) y la credibilidad de sus autoridades. De modo que todos esos mecanismos operan en la misma dirección: la pugna por la legitimidad y el apoyo de la población local. O, lo que es lo mismo, el intento de deslegitimar al actual gobierno ucraniano. Y es que, como ya apunté hace más de una década –parafraseando con toda la intención la más citada frase de Clausewitz– las cosas han cambiado un poco: hoy por hoy, en las sociedades (más o menos) democráticas la guerra ha pasado a ser la prolongación de la opinión pública por otros medios (Baqués, 2004). De hecho, en Ucrania han tenido problemas con la movilización de jóvenes para acudir al frente, la crisis tampoco les es extraña (además, dependen del gas enviado por Rusia… que puede mover su precio al alza a su antojo) y muchas de las esperanzas (y promesas) contenidas en la plaza Maidán se pueden desvanecer.
Conclusiones
a) Que cada RMA genera su propia reacción, en muchas ocasiones a modo de copia y adaptación desarrollada por los perjudicados, es un criterio ampliamente consensuado entre los expertos[31]. Desde un punto de vista conceptual, algunos analistas sostienen que las HW son (Brun&Valensi, 2012), o pueden llegar a ser (Fleming, 2011: 40) un buen ejemplo de nueva RMA, surgida precisamente al amparo de dicha dialéctica. Pero quienes mantienen esta postura suelen aducir que se trata, específicamente, de la RMA de los débiles, como mecanismo de supervivencia adaptativa frente a los Estados más poderosos. La novedad reside en que en el conflicto de Ucrania la parte (relativamente) más fuerte –léase, Rusia– es la que ha optado por implementar una guerra híbrida. En este sentido, las operaciones desarrolladas en el Sur y el Este de Ucrania pueden ser un laboratorio en el cual analizar la plausibilidad de este escenario. Máxime teniendo en cuenta que, pese a ciertas carencias, las fuerzas armadas ucranianas no dejan de ser las de un Estado europeo bien posicionado en el ranking mundial de presupuestos de defensa y magníficamente posicionado en el de exportación de armas convencionales. Por lo demás, lo que sí parece claro es que Rusia está sacando mucho provecho de pasadas experiencias, en las que la parte más débil empleó contra ella misma argumentos, si no iguales, al menos similares a los que son propios de una guerra híbrida. No sólo en Afganistán, sino también (y fundamentalmente, al incluir prolongados episodios de guerra urbana, por ejemplo en Grozny) en Chechenia.
b) En el conflicto de Ucrania, Rusia se ha visto legitimada para apoyar una guerra híbrida, con todo lo que ello implica, dada una confluencia de factores externos e internos. Pero el dato realmente importante lo constituye la falta de consenso en el interior de la propia Ucrania ante los sucesos de la plaza Maidán. Sucesos que han sido calificados, según el cristal con que se miren, como revolucionarios o como un golpe de Estado. En todo caso, lo consensuado por unos y otros es que esos acontecimientos se salieron de los canales normales de una democracia representativa… y ello contiene sus riesgos. En particular, la situación en el Sur y el Este de Ucrania (además de Crimea) es favorable a los rebeldes separatistas y pro-rusos. Por consiguiente, Moscú puede contribuir a convertir una guerra de guerrillas en una auténtica guerra híbrida, a sabiendas de que el substrato sociológico e ideológico necesario para plantar cara al gobierno de Kiev está garantizado.
c) Las aportaciones rusas al conflicto han sido muchas y muy diversas, pero siempre con la omisión (al menos hasta la fecha) de las grandes unidades de las fuerzas regulares de su Ejército. En el fondo, su postura es bastante ortodoxa, tratándose de este tipo de guerra: empleo de unidades de operaciones especiales; de los servicios de inteligencia (con amplio uso de HUMINT sobre el terreno… e incluso en Kiev); estímulo y apoyo logístico a la constitución de fuerzas de voluntarios pro-rusos (algunas, de hecho, llegadas al frente desde el lado ruso de la frontera); aportación de medios de combate pesados (misiles antiaéreos, vehículos blindados, piezas de artillería… que en algunos casos también están manejados por militares rusos); empleo de sistemas de guerra electrónica de última generación; proselitismo en el ámbito de las redes sociales y fomento del hackerismo para distorsionar las capacidades del rival; empleo orquestado de campañas mediáticas desde mass-media convencionales así como presiones y chantajes económicos, tratando de explotar las vulnerabilidades del adversario, aun asumiendo ciertos costes.
d) La apuesta del Kremlin ha puesto en entredicho al gobierno de Kiev que, debido a las servidumbres de la guerra híbrida, está causando bajas y destrozos entre la población (ucraniana, al fin y al cabo) a la que supuestamente debe convencer de sus bondades. Ante esta tesitura, no es descartable que los territorios del Bajo Don terminen consolidándose como un Estado independiente de facto, cuya viabilidad a medio y largo plazo dependerá, eso sí, de mantener el apoyo de Rusia. Las alternativas no son muy halagüeñas, dado el escenario que hemos comentado a lo largo de este análisis: si Kiev recrudece su ofensiva sobre el Donbás se pueden multiplicar las muertes (también de civiles) y Rusia podría dar un paso al frente que pondría en peligro la estabilidad de toda Europa… como mínimo
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